Creo que las fotos no solo son recuerdos; son una manera de conectar con lo que más importa, lo que realmente queda.
Mi padre tiene Alzheimer, y su proceso me enseñó a valorar lo que la memoria puede guardar y lo que una imagen puede devolver. Es esa capacidad de revivir lo vivido lo que me impulsa en todo lo que hago.
Mi parte inquieta y curiosa me lleva a explorar más allá, a crear imágenes que no solo cuentan una historia, sino que evocan sensaciones que no sabíamos que necesitábamos.
Creo en las miradas que hablan sin palabras, en los silencios que abrazan, en los gestos pequeños que lo cambian todo.
El amor —en todas sus formas— es lo que da sentido a lo cotidiano, lo que hace que una historia se vuelva eterna cuando alguien la recuerda.
Mi trabajo nace de ahí: de ese anhelo por capturar lo invisible, lo que se siente pero no se dice. Porque para mí, fotografiar es amar lo que tienes enfrente. Es respetarlo. Es darle un lugar en el tiempo.
'Si alguien no sale bien en la foto, no es culpa de ellos, es tuya.'
Eso me lo dijo un profesor en la universidad, y se me quedó grabado desde entonces.
No como una crítica, sino como una responsabilidad hermosa: la de mirar con empatía, guiar con paciencia y saber ver la belleza real de las personas, incluso cuando ellas no la ven.
Hoy, muchas parejas llegan a mí diciéndome que “no son fotogénicas” o que “no salen bien en fotos”. Y siempre les respondo lo mismo:
De eso me encargo yo. Vosotros solo tenéis que vivir y disfrutar el momento.
No busco forzar poses. Solo guío en momentos muy puntuales, asegurándome siempre de que se sientan cómodos, auténticos, y presentes. Porque cuando eso pasa, las fotos hablan solas.